A menudo, las ciudades se nos presentan como múltiples y complejos fragmentos donde la espacialidad emerge con resultado de las prácticas sociales que sus habitantes despliegan en su devenir cotidiano. En la mayoría de los casos, es la dimensión material del espacio la que mas nos impacta y obnubila: una construcción monumental, un parque o el mismo centro histórico pueden ser “objetos geográficos” que atestigüen la propia organización territorial.
Pero: ¿qué hay más allá de la indiscutible presencia de esa dimensión?, ¿cómo podemos pensar a la ciudad desde su gente, sus tiempos, sus experiencias espaciales, sus formas de ser y estar en el espacio, más aún cuando se trata de urbes o fragmentos de ellas donde lo religioso ocupa un lugar central en la construcción de la realidad espacial de estas ciudades?
Estambul, la ciudad más grande de Turquía, es un claro ejemplo de ello. Ciudad cuya historia territorial remite a complejos y dinámicos procesos de transformación que se encuadran en distinto tiempos: el período clásico, medieval y moderno. A modo de palimpsesto, el paisaje urbano cristaliza todas esas lógicas territoriales, algunas en su versión más original, otras con las resignificaciones que se cimentaron con el devenir de los siglos. Tal es el caso del Templo de Santa Sofía o de la “Divina Sabiduría” construido como iglesia ortodoxa y luego, con la influencia otomana, reconvertida en mezquita, para finalmente –en la actualidad- ser uno de los museos más importantes de la ciudad visitado diariamente por miles de turistas.
Pero la dimensión religiosa de la ciudad de Estambul va más allá de sus edificios religiosos, sus templos, sus geosímbolos; la sacralidad emerge en el mismo espacio público e irrumpe construyendo escenarios que delimitan espacios sagrados, algunos más permanentes, otros más fugaces. Dos ejemplos ilustran estas tipologías.
Por un lado, en determinados momentos del día suena el llamado a la oración, el Adhan, y entonces, el escenario se altera. Muchos de los practicantes musulmanes dejan de hacer sus actividades para dedicarse al ritual de la oración (el salah), ya sea yendo a la mezquita o en el sitio en donde se encuentren, y allí, en ese lugar de lo cotidiano, ámbito de las actividades profanas, se activa la textura de lo sagrado (Martín, 2009) y es el espacio mismo el que se sacraliza. Otros se dirigen directamente a la Mezquita, sitio hierofánico por excelencia, donde cumplirán con las prácticas religiosas para luego volver a sus actividades habituales. Este cruce de fronteras simbólicas se repite a lo largo y ancho de la ciudad y construye escenarios religiosos que emergen y desparecen en tiempos cortos, aunque lo religioso –en la cosmovisión musulmana- se halla presente en todos y cada uno de los momentos de los fieles.
Por otro lado, otros sitios del territorio urbano mantienen una sacralidad más permanente; son lugares cuya dimensión religiosa es la constructora de esa sacralidad y está signada por códigos culturales que se fueron construyendo a través del tiempo.
Su hierofanía es permanente e inmutable y son las prácticas de determinados sujetos los que lo definen en tanto lugar con una fuerte identidad religiosa. En los alrededores de las mezquitas se encuentra la midá, un espacio donde los varones musulmanes realizan la práctica ritual de la ablución, que consiste en el lavado de los pies y otras partes del cuerpo para lograr la purificación. Esta práctica se desarrolla antes de entrar a la mezquita a realizar el salat e implica despojarse de todo aquello que “falsea el verdadero ser”. Algunos sitios cuentan con una serie de canillas alineadas en los laterales o zonas traseras del patio, otras en cambio tienen una especie de fontana en el centro del patio. En todos los casos, los sujetos-practicantes consideran esos ámbitos como lugares sagrados, sitios que irradian hierofanía y acogen sus prácticas religiosas.
Estambul es uno de los tantos ejemplos que nos devela que el espacio no solo cobra sentido con la materialidad duradera, en las configuraciones socio-espaciales estables, sino también en la movilidad, en la inestabilidad, en lo fugaz, en el fluir de su gente.
Por: Dr. Fabián Claudio Flores